domingo, 17 de junio de 2018 | By: S

Ella II

  Ella abrió su libro de pociones después de un año sin tocarlo. Una sonrisa se dibujó en sus finos labios, y acarició la portada. El libro había estado esperando pacientemente, y ahora que ella lo había rescatado de la estantería, vibraba de la emoción.
  La bruja se llevó una mano a la cabeza. No podía creer que hubiera pasado un año. Mucho había cambiado desde entonces y, a la vez, todo seguía igual. La misma lucha por la mañana, la falta de recursos, y la escasez de conocimientos sobre magia pesaban tanto que a penas le daba tiempo de pensar en ella misma.
  'Bueno, pero ahora estoy aquí' le dijo al libro 'y te prometo que vendré a visitarte al menos una vez al mes'
  Ella se quedó pensativa un momento, y añadió: 'y si no tengo nada que contar, me lo invento'.
  Y con esa resolución, cerró la tapa y dejó el volumen en su escritorio, cerquita de su corazón. Arregó la pluma, que estaba rota, y reemplazó la tinta seca por la fresca.
  'Te veo pronto' susurró, y salió de la habitación.



viernes, 7 de abril de 2017 | By: S

Salvo que no era una mujer, era una sirena.

Llovía con fiereza, la clase de lluvia que hacía temblar las paredes de su casa y asustaba a los niños pequeños hasta el punto de hacerlos llorar. El viento golpeaba con fuerza las débiles ventanas de cristal, provocando un constante rechineo en todas y cada una de las juntas. Los relámpagos iluminaban el salón casi tanto como lo hacía la chimenea encendida, y Daniel pensó que era la noche perfecta para ir a visitarla.
La casa estaba tranquila, sus padres y sus hermanos dormían en sus camastros y él se levantó del suyo intentando no hacer ruido. Pero la cama era tan vieja que no pudo evitar que el somier se quejara bajo su peso. Rápidamente y en la oscuridad, se vistió con todas las capas de ropa que tenía, además del gorro y la bufanda de lana que le había hecho su madre. Sin olvidarse de coger el zurrón y la concha de mar que ella le había regalado, se hizo con una linterna de gas, se abrochó la capa y se puso la capucha antes de salir.
El viento era más fuerte de lo que parecía desde el cálido interior de su casa, y la lluvia era tan intensa que la luz que llevaba apenas le dejaba ver dos pasos por delante de él, pero eso no iba a detenerlo; se ajustó la capa al pecho con una mano y con la otra levantó el faro para ver el camino.
Daniel bajó a trompicones por la calle empedrada.  Desde allí, apoyándose en la barandilla de piedra que evitaba que los niños más pequeños se cayesen al mar, podia ver las furiosas olas golpeando contra el acantilado. 
No se dirigió al faro, como lo había hecho las últimas veces que se habían encontrado. Era su guarida secreta, su escondite, y su paraíso. Pero el faro estaba rodeado de piedras puntiagudas, y el mar estaba muy revuelto. No, no el faro, pensó, la playa.
Ella no podría acercarse a la orilla, pero podría subirse a las rocas que se internaban en el mar como una lengua negra que intentaba saborear la sal, los moluscos y los pececitos que nadaban bajo ella. 
Daniel empezó a escalar, con cuidado, y andó con todavía más cuidado sobre la superficie de las rocas. En la cima eran planas, pero puestas precariamente una junto a la otra. Algunas se movían con el peso de su pie, y Daniel rectificaba su paso para apoyarse en una roca más grande, segura y sólida. Desde donde estaba, las olas que rompían contra las rocas lo chopaban entero, y la espuma que se colaba entre las grietas de las mismas lo confundía y las hacía resbaladizas, haciéndole caer más de una vez. 
Cuando llegó al final de la lengua, Daniel sacó la concha de mar y sopló. La primera vez que la utilizó, creyó que estaba rota, o que ella no lo oiría, pues de la concha no salió sonido alguno. El aire circulaba por dentro, rápido y ligero, llenando cada rincón con su aliento. Pero no emitía ningún sonido. Sin embargo, una hora después, ella emergió del agua como una sombra de agua hecha princesa. Su cola resplandeciendo bajo el agua a la luz del sol. La concha funcionada, y ella rio al explicarle que no hacía falta que soplara diez veces, con una bastaba. De modo que Daniel sopó, una, dos y tres veces. Y luego la guardó en el pequeño macuto que había llevado y se quedó esperando, temblando de frío, intentando mantener el agua alejada de su cuerpo a base de ceñirse la capa. Pero ésta estaba empapada, todo él estaba empapado, y sus pies estaban tan fríos y mojados que no los sentía. Pero valdría la pena. Siempre valía la pena ver sus ojos, azules como el mar, y su pelo moreno cayendo en cascadas por su espalda y sus pechos, cubriéndolos. A veces, se lo engalanaba con perlas del mar y estrellas vivas. A veces, se colocaba algas alrededor de la cola para adornarla. Ella decía que la hacía nadar más deprisa. A veces, no se adornaba con nada, y a Daniel le parecía la mujer más bella del mundo. Salvo que no era una mujer. Era una sirena. 
martes, 4 de abril de 2017 | By: S

Vapores

 
Los vapores inundaban la habitación mientras la pequeña bruja removía el caldero hirviendo subida en un taburete.
  La torre, de composición circular, sólamente tenía una ventana, pero la profesora no le dejaba abrirla.
  -Debemos ser discretas.
  Había dicho, justo antes de empezar el examen.
  Nina no la había contradecido, pero estaba segura de que si dejaran escapar un poquito aquellos gases, dejarían las dos de toser. De todas formas, la ventana, con cristales gruesos cortados en rombos por la madera oscura que los atravesaban, estaba demasiado alta para que ella la alcanzara sin ayuda de una escalera de siete peldaños.
  Su profesora era alta y delgada, y siempre vestía con faldas. Cuando trabajaban con pociones, utilizaba un delantal gris, pero ni siquiera aquella pieza descolorida de ropa le quitaba elegancia. Se colocó bien las gafas mientras repasaba el libro que tenía en las manos y lo acercaba a la vela, intentando rescatar un poco de luz entre tanto vapor.
  Nina continuó removiendo el caldero, que burbujeaba con violencia. Tenía la sensación de que, en aquella estancia, todo era demasiado grande para ella, excepto el espacio. El caldero era enorme, la pala con la que removía era tan grande y gruesa que debía usar sus dos manos y toda la fuerza de sus brazos. Había una mesa detrás de ella abarrotada de pergaminos, una bola del mundo, libros viejos y pipetas. Enfrente, la profesora se apoyaba en otra mesa también repleta de todo tipo de cofres con plantas, jarrones, más pergaminos y libros, amuletos con cadenas, llaves... y hasta los restos de un almuerzo que habían consistido en manzanas y queso. Ambas mesas se curvaban en sus esquinas para amoldarse a la pared circular de la torre.
  La pequeña bruja dejó de remover cuando las burbujas empezaron a ser de color dorado, y corrió a la mesa de la profesora a por un saquito de semillas. Agitó sus brazos para quitar de ellos el peso de la pala e intentar aligerarlos. La profesora la observó por encima de las gafas, apoyada todavía en la mesa, y con una sonrisita de aprovación.
  Nina echó las semillas, se subió al taburete y removió tres veces hacia el sentido de las agujas del reloj y siete hacia el otro. Cuando el líquido se tornó de una textura espesa y dorada, apagó el fuego y se apartó un mechón de pelo de la cara. El gorro de bruja y las capas de ropa que llevaba no ayudaban en absoluto a respirar entre el calor del fuego y los vapores.
  La profesora echó un vistazo al contenido del caldero y asintió satisfactoriamente.
  -Te has acordado de las semillas, Nina. Muy bien. ¿Qué hubiera pasado de haberlas olvidado?
  -La poción se habría vuelto dorada igualmente, haciéndome pensar que era correcta, pero su textura habría sido completamente líquida y su función completamente abortada. Las semillas permiten que la tela absorba el elemento invisible.
  -Perfecto -asintió la profesora, anotando algo en un cuaderno-. Sin semillas, no vas a conseguir crear ninguna capa de invisibilidad, que es lo que queremos.
  Nina colocó las manos detrás de la espalda, sacando pecho. Estaba orgullosa de no haber manchado su delantal ni con una sola gota. Seguro que eso subía puntos. La pulcritud era una habilidad que la profesora tenía muy en cuenta; decía que una bruja limpia era una bruja invisible para el mundo. Nina creía que tenía razón. La mujer, alta y delgada como un junco, dejó el libro en la mesa y sonrió.
  -Ya estás preparada -dijo-. El lunes que viene podrás presentarte al examen oficial, y podré enseñarte los secretos más recónditos de una bruja.
  Nina sintió que el pecho le iba a estallar de felicidad, pero no gritó, ni saltó de alegría, ni la abrazó. Sabía que su tutora no lo aprobaría. Sabía que ella era su favorita, y quería que siguiera así.
  -Ya puedes ir a tu dormitorio y contarles a tus compañeras de cuarto las buenas noticias.
  Nina salió de la torre con una sonrisa enorme en el rostro. Dejó el delantal en la percha que había junto a la entrada y bajó las escaleras circulares volando. Pronto sería una bruja de verdad. Era más lista que todas las brujas que vivían allí. De hecho, la profesora la había aceptado dos años antes de lo que era normal. Ella tan sólo tenía ocho años. Y estaba enamorada de su vida.
  Ella era una bruja.
lunes, 3 de abril de 2017 | By: S

Ella

  Ella decidió crear un libro donde poner sus propios conjuros y experimentos con pociones. Se le ocurrió desayunando, mientras comía una galleta de chocolate de la marca Digestive. Las de chocolate negro. Para beber sólo tenía agua, pero es que no le gustaban los zumos y su té se había quedado frío en la mesa del escritorio.

  Ella pensó en escribir todo tipo de historias relacionadas con la magia, y si con ello practicaba su escasa habilidad en el manejo de la lengua, mejor que mejor. Le encantaba escribir, pero sabía que no practicaba lo suficiente. 

  Ella sabía que debía ponerse un nombre, pero aun no lo había decidido, y dejó el hueco en blanco. Sólo por ahora, pensó. Ya se le ocurrirá algo; siempre se le ocurría.

  Miró el reloj, y soltó un suspiro al ver la hora tan adelantada. Debía ir al trabajo y todavía no se había peinado, ni vestido, ni lavado los dientes... ni siquiera había recogido sus ganas de salir de casa, que yacían todavía en la cama, deshecha. Miró su móvil, esperando recibir un mensaje que dijera que el restaurante en el que trabajaba estaba tranquilo y no debía ir hasta una hora más tarde. Pero ya era la hora de salir, y no podía esperar. Se levantó de la silla, convenciéndose por enésima vez de que tan sólo era un trabajo temporal, y fue a arreglarse dejando el libro abierto en su escritorio, por la página que estáis leyendo. La pluma y el tintero reposando a un lado, esperando su regreso.

  Ella les dijo adiós con la mano y salió de casa. Ella era una bruja.